13 de febrero de 2012

Conflictos sociales y el rol del Gobierno

El conflicto de Ñacunday, así como otras invasiones de propiedades privadas, han captado la atención mediática desde hace varias semanas y nos colocan en primer plano como protagonistas por un lado, al grupo de campesinos "denominados" carperos, por el otro a colonos brasileños asentados en Paraguay ("brasiguayos"), en medio de todo ello, al Gobierno Nacional, en el abordaje de la problemática social de la tierra en el Paraguay.

Al abordar este tópico, no se puede negar la reinvidicación histórica de los auténticos sectores campesinos en su lucha por un pedazo de tierra en su Patria y la auténtica Reforma Agraria que logre integrar a la población rural al desarrollo económico y social de la Nación. Equivaldría a la pretensión de tapar el sol con un dedo, negar la deuda histórica que nos ha hecho con nuestros compatriotas más necesitados, así igualmente injusto sería buscar la solución o al culpable de esta encrucijada en el sector productivo que, categóricamente, son quienes impulsan el crecimiento económico y las cifras que tanto se celebran.

Las expresiones de líderes carperos como Victoriano López, así como las declaraciones de productores como Tranquilo Favero, ambas tan repudiables desde todo punto de vista, nos revelan que estamos ante una izquierda y una derecha radicalizadas, ninguna de las cuales se traduce en beneficios para el país.

El rol del Estado como árbitro de la vida económica y social de un pueblo aparece en escena como un factor fundamental para lograr resolver o, al menos destrabar este delicado conflicto, que aparentemente no depara solución inmediata. Sin embargo, a estas alturas de la segunda mitad de mandato, el actual Gobierno ya ha perdió credibilidad en su capacidad de lograr una salida salomónica, o en su condición de articulador del consenso político y social, que permita alcanzar un mínimo de acuerdo entre las distintas fuerzas contrapuestas.

Desde sus inicios en agosto de 2008, e incluso antes, el actual oficialismo se ha encargado de enarbolar, con mucha sutileza reconozco, las banderas del socialismo chavista, buscando encontrar en el choque social y en los sectores campesinos, una fuerza revolucionaria que le permita avanzar con los ideales que persigue este modelo en gran parte de Latinoamérica. No han sido escasas las alusiones en términos peyorativos y clasistas, por parte de voces oficialistas, hacia los partidos políticos tradicionales, los sectores productivos y empresariales, y en general, hacia todo aquella masa que, en el discurso chavista/marxista, sería la burguesía neoliberal "explotadora del pueblo".

Con tales credenciales, construidas en los balcones del Palacio de López por sus actuales inquilinos, ningún representante del sector productivo, hoy agobiado por la amenaza de invasiones alentadas por dirigentes del oficialismo como Paková Ledesma, no se puede esperar que nadie encuentre en Lugo y sus seguidores la garantía de la paz social ni de los consensos necesarios para vislumbrar una salida que satisfaga a ambas partes. Tampoco es de esperar que la oposición parlamentaria, en abierta mayoría, pueda encontrar coincidencias con el Ejecutivo para instaurar políticas de Estado, dadas las frecuentes crispaciones innecesarias impulsadas, o al menos no evitadas, por el hoy mandatario.

El error de Lugo fue pretender imponer un modelo de país a la venezolana, sin contar con el respaldo político ni la mayoría parlamentaria, que lo pudieran sostener en sus decisiones (afortunadamente), como sí ocurrió en otras naciones del hemisferio, y tal equivocación reiterada ya no permite hoy encontrar en el mismo el liderazgo suficiente para articular todas las variables políticos, sociales, jurídicas y económicas, de modo a garantizar la conciliación entre la justicia social y el crecimiento económico, dos bienes necesarios para equilibrar la balanza del progreso y proyectar un país pujante y con futuro venturoso para todos.

Tal encomienda será un deber impostergable del próximo Gobierno, para el cual, sin duda alguna, necesitamos un estadista con todas las letras.